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lunes, 16 de junio de 2014

El Ladrón de Cartas


¡Hola! 
Después de mucho tiempo... Os dejo el relato que presenté al concurso literario de mi instituto, espero que os guste.

El Ladrón de Cartas

«¿Estás seguro de que todas tus cartas llegan a tu buzón?»



El Ladrón de Cartas: Los cimientos

Mi profesión era como otra cualquiera, igual de corriente y usual. Llena de gente con la que tratar, de cortesías, de horarios y, seamos sinceros, llena de aburrimiento y monotonía. Cada mañana sucedía lo mismo, cuando se asomaban las primeras luces del alba, subido en mi bicicleta o a pie, me paseaba por los barrios residenciales. Por sus largas calles, con casas de colores suaves, con sus jardines bien cuidados. ¡Ah, tranquilidad y silencio! Mis dos grandes compañeros. ¿Por dónde iba? ¡Oh, sí! Los barrios residenciales, como iba comentado, en sus limpias calles reinaba el silencio, el único ruido que se podía oír era el de mis botas crujiendo bajo mi peso y lentamente, iba repartiendo mis cartas en los distintos buzones. Las cartas… Encerradas en sobres, con mil cosas que contar, llenas de apasionantes historias, las cartas… ¡Viajeras sin pasaporte! Mil hombres tocaron esas cartas antes que yo y mil hombres las iban a tocar después. Las cartas… Tu confidente, tu gran amiga o enemiga, encierran pasiones secretas, mentiras ocultas, verdades desenmascaradas… ¡Enigmáticas cartas! ¿Qué haría el hombre sin ellas? Pero, volviendo al tema principal… Yo era cartero. Sí, uno de tantos, un hombre que reparte cartas para otros, días tras día, mañana tras mañana… ¡Hasta el absoluto aburrimiento!

Siempre me gustaron las cartas, de joven escribía muchísimas. Recuerdo el sentimiento de emoción que corría por mis venas al ver que había cartas nuevas, solamente la idea de recibir una hacía que por mis venas corriera el nerviosismo, la euforia, la impaciencia. Cuando empecé a ejercer como cartero, al mirar las cartas, no podía evitar preguntarme ¿Qué dirán? ¿Quién las escribirá? ¿Qué historia encerrará cada una de ellas? Al principio, todo eran preguntas inofensivas, dudas que mi subconsciente creaba en los momentos de soledad. No les hacía mucho caso, tampoco era necesario responderlas para seguir viviendo tranquilamente, culpaba al aburrimiento de mi curiosidad, que, al fin y al cabo, no era tan mala a la hora de repartir cartas. De hecho, resultó ser un buen pasatiempo el hecho de imaginarme el contenido de las cartas, la reacción de los receptores… Un simple juego para pasar el rato, vamos. Hasta que se convirtió en algo más.

Las simples preguntas, se convirtieron en afiladas flechas que atravesaban mi pensamiento constantemente, de día y de noche, por la tarde y por la mañana, despierto y dormido. En cualquier momento, me perseguían las imágenes de los sobres, con sus sellos, los nombres escritos, la caligrafía, el tacto del papel del sobre… Hasta el punto de hacerme enfermar. El deseo de abrirlas, de leer su contenido, de absorber cada punto, cada coma, escrita en el texto. De saborear cada palabra, frase, sílaba de la carta… Crecía sin pausa y cada día se hacía más intenso, hasta que El Deseo, pasó a ser La Necesidad. Necesitaba realmente leer esas cartas, quedármelas, guardármelas para mí. Mi cuerpo, mi mente, me lo pedían, lo ansiaban hasta tal punto que el hecho de negarme a mí mismo hacerlo, me hacía caer enfermo. Y así fue como pasé de cartero a Ladrón de Cartas.

Para ser Ladrón de Cartas no hay que robar cartas así como así, no es un “Eh, mira, una carta, voy a robarla”, en absoluto. No la robas por el hecho de que sea una carta, la robas porque es la carta. Es aquella carta que te llama, que te intriga, que cuando la ves, las siente, la tienes entre tus manos… Tienes la sensación de que si no la lees en algún momento de tu vida, esta no merece la pena. Puede ser por el remitente, por la caligrafía, el sobre, los sellos, puede ser por cualquier elemento de la carta que haga que enloquezcas si no la lees. ¿Realmente sabes si va a merecer la pena? No, nunca lo sabes ¿Pero sabes qué? Allí está la gracia. Por poder, puede haber incluso un caimán dentro de la carta, tú no lo sabes, es tu decisión si la abres o no. Si haces caso a todo tu cuerpo, si sigues lo que te dicta tu naturaleza o dejas escapar otra historia. Todo parece controlado al principio, crees que tú eliges cuales coges y cuáles no… Error de principiante. Tú nunca eliges la carta, ella te elige a ti.

Recuerdo la primera carta que me llamó, que me eligió. El sobre era de color marrón claro, nada fuera de lo común, con dos sellos. En el lomo, con una caligrafía grande y clara, decía lo siguiente:


Sr. Antonio Pérez Sarraseca

Calle Paralelo, Nº 13

BURGOS(*)


En principio todo correcto, la carta no me llamaba excesivamente “Una más” me dije. Pero cometí el error (o la más correcta de mis decisiones) de mirar el remitente y no era otro, nada más y nada menos que…

Sr. Leopoldo Montes de Oca

Calle Perpendicular, Nº4 – 6ºD

VALLADOLID(*)


El remitente fue la chispa que inició la explosión. Varias sensaciones explotaron en mí, curiosidad, deseo, la ansiedad… Ni siquiera pude pensar lo que estaba haciendo, mi mente se encontraba paralizada, el sudor frío recorría mi espalda pero mis piernas no se detenían y llegados a un instante, cayó sobre mí una inquietante seguridad, que venía acompañada de la tranquilidad. Mi cuerpo reaccionó solo, sin temores ni vacilaciones, como si llevara toda la vida haciendo esto o como si hubiera sido creado para ello. Coloqué varias cartas sobre mi mano, ocultando mi objetivo entre ellas y cuando las iba a dejar en el buzón… Deslicé la carta por mi manga, y seguí mi camino como si nada hubiera pasado. Jamás me había encontrado tan sereno ante tal situación. Aunque a decir verdad, jamás me había encontrado en esa situación.

El Ladrón de Cartas: Los Pisos.

Después de esa vez surgieron más y más. Tantas que ni yo mismo puedo recordar, algunas las recuerdo especialmente porque fueron especiales. Sí, especiales, dejaron una mella en mi memoria que, aunque el paso del tiempo no cesa y cada vez es más dañino, nunca podrá ser borrada.

Recuerdo llegar a casa, después de un agotador día de trabajo pero sin llegar a estar cansado. Colgaba mi anorak en el perchero, sacando antes con cuidado mis cartas, e iba corriendo hasta mi despacho, con mis pequeños tesoros en la mano. Me sentaba, y sin mayor demora comenzaba a abrir una carta de forma extremadamente cuidadosa, procurando abrirla de tal modo que luego pudiera volver a cerrarla. Por alguna extraña razón, si rompía el sobre me sentía mal, como si hubiera roto un preciado objeto que no me pertenecía. Una vez abierta aspiraba su olor, porque el aroma de una carta varía dependiendo del momento en el que se encuentre y, al menos para mí, cuando está recién abierta es cuando realmente huelen a gloria. Después de deleitarme con su esencia, cogía con delicadeza y sumo cuidado la carta, con miedo a que se desvaneciera entre mis dedos. La abría ante mis ojos, recorriendo con mis dedos todas las rugosidades del papel y daba comienzo a la lectura de mi preciada carta. La leía una, dos, tres veces… La releía, me paraba en cada letra, acento, punto… Estudiaba cada pausa, cada expresión, cada elemento del texto, vaya. Leía la carta hasta que se grabara a fuego en mi memoria, la estudiaba hasta conocer al autor y a aquel al que iba dirigida la carta. Y cuando no podía estudiarse más la carta ni a sus dos dueños… Entonces, la volvía a doblar, la metía dentro del sobre, lo cerraba y archivaba mi tesoro junto a todos los demás, en el cajón correspondiente.

Tuve grandes decepciones, no todas las cartas que robaba contaban grandes historias, de hecho la gran mayoría no lo hacían pero, por suerte, había algunas que sí. Esas eran las cartas que me animaban a seguir siendo Ladrón de Cartas, porque, como comprenderás, corría un grave riesgo. Ya se sabe, gajes del oficio que hay que asumir, pero más de una vez me hicieron replantearme si seguir con mi nueva profesión. Muchas veces me obligué a mi mismo a dejarlo, a seguir repartiendo cartas como cualquier cartero normal, o mejor dicho, lo intenté. Juro que lo intenté por todos los medios, pero la tentación era grande y la carne es débil… Y caí. Las cartas me susurraban, me pedían, ¡suplicaban! Que las abriera, que las liberara de sus secretos… Que fuéramos confidentes juntos. Mis manos temblaban al sostenerlas, el mundo comenzaba a dar vueltas y sentía como la energía iba poco a poco alejándose de mí, huyendo de mi cuerpo y dejándolo, débil; sin fuerza; agonizante; en este mundo, moviéndose sin saber a dónde. Yo sabía cuál era la cura de mis males, lo que haría cesar mi suplicio… Era tan fácil, solo tenía que deslizar la carta hacia el interior de mi manga cuando nadie mirara y todo acabaría. Solo quería acabar con el dolor… Y, para qué mentir… Deseaba con toda mi alma abrir esas cartas.

Las cartas pasaron a ser parte de mí. Como un brazo, una pierna, como un ojo. Ellas me pertenecían, yo era suyo y ellas eran mías. Éramos nuestros. Se me erizaba el vello con tan solo acariciar su papel, la sola idea de poder rozarlas producía en mi un sentimiento mucho mayor que la alegría y la emoción juntas. Así fue como conocí la euforia. La satisfacción que me creaba el leer uno de mis tesoros y encontrar en él una historia merecedora de ser robada por mi persona, producía en mi tal sensación de satisfacción y orgullo que habría gritado de júbilo cada vez que me pasaba. Por supuesto, nunca lo hice, debía ser discreto.

Pero, deberíamos volver al tema principal, nos estamos desviando mucho… ¡Las cartas! Las hay de todo tipo, tamaño, clase, y olor. Están aquellas cartas que cuando la gente las ve se les suele caer el alma a los pies, esas a las que todo el mundo odia y que si fuera por ellos, no las volverían a ver nunca más en toda su vida… En esta categoría suelen entrar las facturas. Luego están aquellas a las que nadie hace mucho caso, que si están bien y si no están… Pues también. Allí entran las felicitaciones de navidad de parientes con los que te llevas ni fu ni fa (tirando más para mal que para otra cosa), y las de asociaciones y demás de los demases, de las que eres socio (eso sí, que nadie niegue que cuando estamos en las festividades mencionadas todos las colocamos en la entrada como decoración, nos importe o no lo que esté escrito dentro). También están esas cartas que te hacen gracia, esas que siempre son agradables recibir, las que se te dibuja una sonrisa porque te traen algún recuerdo. Allí entran las de amigos de la infancia, gente que no veías desde hace mucho y postales que te mandas a ti mismo cuando vas de vacaciones. ¡Todavía hay más! Ahora vendrían las de amor, sí, esas en las que dos enamorados se ponen empalagosos y sacan toda su cursilería contenida (y de las que, leyéndolas años después, cuando la llama de amor se apaga o la madurez sustituye en gran medida a la locura, te da vergüenza lo que has escrito o mejor aún, te hace reírte un buen rato). Aquí entran las cartas que le enviabas al noviete o la novieta cuando estabas en la adolescencia. Ahora mis favoritas, yo las llamo las cartas para guardar ¿Cuáles son? Son aquellas escritas desde el corazón (no, no me refiero a las que hemos nombrado antes), son las que al recibirlas se te escapa una lágrimas o das mil gracias a quien las mandó. La primera carta escrita por tu hermano pequeño, cartas de apoyo ante una situación difícil, cartas de agradecimiento, cartas que alguien te escribe para decirte, simple y llanamente lo mucho que te quiere. La carta de un amigo, para intentar animarte… Creo que sabes a qué cartas me refiero ¿Verdad? 

Las cartas eran mi forma de vivir. Sí, al leerlas, al sentir su tacto, saborear sus letras, percibir solamente su olor… Mi cuerpo, cansado, magullado, falto de vida, absorbía energía de ellas. Energía vital. Esa energía que yo ya no tenía. Las cartas, me daban vida, una vida que yo había perdido porque… ¿Qué tenía yo sin las cartas? Nada. No era nada, no tenía nada, no llegaba siquiera a poder considerarme un vivo. Mi cuerpo, sin ellas, seguiría funcionando, estaría médicamente vivo, sí, no lo niego. Mis piernas seguirían caminando sin rumbo definido, pero mi mente, mi alma… Se habrían desvanecido. No existiría una gota de vida en mí. Sería un muerto emocional. Las cartas me daban todo lo que yo no tenía.

Porque, queridos amigos, cuando alguien ejerce por primera vez de Ladrón de Cartas. Cuando desliza por primera vez una carta que le llama por su manga, cuando se queda para sí una historia… Una vez que lo ha hecho… Firma un contrato. Un contrato que te une a la Muerte y a la Vida al mismo tiempo. Que te hace morir en ese instante y vivir para siempre.

Creo que no me estoy explicando claramente… A lo que me refiero es que cuando te conviertes en Ladrón de Cartas te vuelves inmortal. Inmortal para vivir de las cartas, de sus historias, para vivir de la energía que ellas les aportan… Lo que estoy diciendo es que cuando un Ladrón de Cartas deja de robarlas, es entonces y solo entonces, cuando se adentra en la Muerte. Por eso estoy aquí hoy.

Porque voy a morir.

El Ladrón de Cartas: El Último Piso.

Sí, voy a morir. Moriré lenta y dolorosamente. Sufriendo de golpe, todo el dolor que he ido aplazando mediante cartas todos estos años. Morirá mi alma, y ella arrastrará a mi cuerpo lejos de este mundo. Sentiré, el castigo por incumplir el trato, cada uno de los días en los que tenga la desgracia de poder respirar. Mi mente, poco a poco, se apagará. La energía vital se desvanecerá. ¿Y qué seré yo entonces? Seré un vivo, sí, pero un vivo muerto. Caminaré, respiraré, dormiré y despertaré pero detrás de los huesos y la carne, detrás de la piel y la sangre… Solo habrá vacío. Solo habrá nada. Habré abandonado mi cuerpo, mi recipiente, sin llegar a morir pero sin estar vivo del todo. Abandonando el mundano capricho de ser inmortal para fusionarme con la tierra, para sentirme polvo y renacer. Sin llegar a vivir pero sin estar muerto.

Pero soy incapaz de seguir dependiendo de algo que [aunque me haga sentir vivo, aunque me hagan sentir muerto.] me controla, me obsesiona, me aleja de semejante manera, que es como la más potente de las drogas, que el no tomarla se convierte en la más cruel tortura. Robando, no solo cartas, robando trozos de vida, cambiando, para bien o para mal, el futuro de personas que nunca llegaré a conocer. Yo robaba cartas, primero por placer, luego por ansiedad y por último por necesidad… Sin ser consciente del daño que provocaba. Por desgracia, me di cuenta demasiado tarde.Demasiado tarde para mí, pero no para ellos.

Nunca he deseado hacer daño a nadie. De hecho, recuerdo que de joven quería cambiar el mundo, hacer algo bueno… Un sueño típico, lo sé, pero lo tenía. Era buena persona, pero luego pasé a ser un monstruo o igual siempre lo había sido… Quién sabe. Sigo queriendo enmendar mis errores y dirás que es imposible después de tantos años. No lo es, existe una opción. Una opción que traerá consigo la tempestad y la calma, que me permitirá cerrar los ojos y tener la conciencia tranquila después de muchísimos años. La opción que me matará, que me dará la más dulce de las muertes, ya que moriré haciendo lo único que puedo hacer para arreglarlo todo. Lo único que un Ladrón de Cartas no puede hacer.

Devolverlas.
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