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domingo, 30 de agosto de 2015

Escaleras

Buenos días,
Hoy os traigo un relato muy especial. Es un relato que surgió de un reto literario que me propuso en mi ask personal Phoebe A. Wilkes (click en el nombre para llegar a su perfil de ask). El reto en cuestión os lo dejó adjuntado también. ¡Click para ver el reto!


Escaleras



A Carmen le gustaban las escaleras. Subir, bajar, saltar… Incluso sentarse en los escalones inferiores de éstas. Le gustaban desde las más simples, hasta las más complejas. De caracol o rectas, escalerillas o suntuosas escaleras. Le gustaba la palabra, cómo se formaba en sus labios, ascendía por el aire y se desvanecía, fundiéndose con el silencio o difuminándose con otras voces. 
Pero no solamente le gustaban las escaleras como tales, le gustaba la gente que las habitaba. En su escalera favorita, había todo tipo de personajes pintorescos. Desde dos mujeres cotillas, que hacían comentarios de todo el vecindario, hasta el típico hombre misterioso que se pasaba todo el día en su piso y contadas eran las veces que salía. Alguien que le gustaba especialmente de esa escalera, era la chica joven que ocupaba un piso en la planta calle, en el cual había montado un pequeño estudio de pintura. Ella se llamaba Julia y era la excepción ante la locura palpitante de aquel edificio. Todos los vecinos normales que habían pasado por la escalera, habían desistido a las dos semanas de intentar vivir allí. Si bien la cordura abunda en el mundo, la escalera favorita de Carmen era una burbuja de locura refrescante y como tal, a nadie le parecía bastante extraño que una niña pequeña que no vivía ahí, correteara por la escalera a sus anchas. 
Muchas veces surgió en la cabeza de Carmen la idea de que su escalera favorita estaba encarcelada en un mundo de incomprensión absoluta, que, sin entender la belleza de la rebeldía, negación a lo común y amor por la contracorriente que recorría los rincones de aquel viejo lugar, sumía a sus habitantes en la humillación cruel y rastrera que se creaba con las bromas y burlas que se generaban cuando no miraban. 
Sin embargo, ajenos a la incomprensión y al odio a lo desconocido que vivía fuera de los últimos peldaños de su escalera, dentro sus habitantes vivían de forma intensa y excéntrica. Con la constante profecía de una futura catástrofe de Magnolia Legnara, con el misterioso señor Pérez, la dulce Julia y las distintas locuras o extrenticidades típicas de las escalera. 
De su escalera y de las locuras que ellos mismos habían decidido vivir.

viernes, 19 de junio de 2015

La vida de otros

Hola a todos, hoy os traigo el relato con el que he ganado el concurso de literatura de mi instituto este año.
Espero que os guste.

La vida de otros.



N.0 Yo
Siempre estuve aquí, y espero permanecer en este lugar durante toda mi existencia. No es que sea alguien a quien no le guste ver mundo, que su mayor aspiración en la vida no va más allá de no irse del lugar en el que nació. Es, simplemente, que el hecho de vivir está unido sin remedio a este lugar y en el momento que, por alguna razón del universo, mi alma deje de vivir en estas mismas baldosas, que deje de mirar este mismo cielo y sentir estos mismos árboles… en ese momento, yo dejaré de existir.
No es algo que me preocupe especialmente, ni que me dé quebraderos de cabeza. Es una verdad que asumí al vivir mi primer día, una verdad que formaba parte de mí mucho antes de mi existencia. Una parte de mí que estaba predestinada, al igual que todas mis semejantes. Y no me quejo, ¡por supuesto que no me quejo! ¿Quién se quejaría de una vida como la vivo yo? De oír el canto de los pájaros cuando se rompe el alba, de sentir los pasos de la humanidad en tu piel, de sentir la luz de lleno, asomándose por el horizonte llano, acariciándote. De poder oír las risas infantiles, parecidas al sonido del agua que cae de la fuente, de oír también sus juegos, y sus llantos. ¿Te quejarías tú de oír cómo el aire mece la hierba, con su mano dulce? ¿De hablar con la silenciosa noche, a la luz de las estrellas? ¿O quizá te quejarías de perdurar? Perdurar por los tiempos de los tiempos, por los siglos de los siglos. Anclada a estas mismas baldosas que pisas, sabiéndome inmortal y viendo la vida de muchos pasar. No me quejo, querido lector. La inmortalidad indefinida, mi inmortalidad, podría ser para muchos un castigo, ¡una maldición, incluso! Todos ellos alegarían que verías cómo tus seres queridos van muriendo, uno a uno, mientras tú vives. ¿Hay mayor tortura que la soledad de una vida eterna? Dirían ellos. Mi inmortalidad nunca ha sido solitaria y sé con certeza que no será eterna. Podríamos decir que soy longeva, pero no incapaz de morir. No tengo a quién querer, a quién amar o quién considerar una familia. De hecho, nadie sabe de mi existencia pero nunca nadie supo de ella. Amo, eso sí, a mucha gente. En silencio, sin que se percaten, sin que sepan que lo hago. Les vi crecer, madurar y envejecer, siendo para ellos poco más que suelo y siendo ellos para mí una forma de vida. Quizá no tenga una vida exactamente, ya que vivo amarrada a un pequeño trozo de ciudad, pero sí vivo a través de quienes me habitan. Siento lo que ellos sienten, río cuando están felices, lloro cuando están tristes y soy testigo, testigo de sus logros y derrotas, de sus preocupaciones e ilusiones. De todo cuanto vivan en mí, soy testigo y protagonista.
Una protagonista muda, invisible, inexistente. Una participante que nadie advierte. Una calle.

N.1. Los pasos.
Es importante para una calle conocer bien los pasos. Cada paso depende de la persona que los da, al igual que cada mirada depende de quién mire. Caminar es la forma que tenemos las calles de conocer, es nuestra forma de sentir al que nos pisa, al que nos vive. Podríamos decir que los pies de un hombre para una calle son como los ojos de un humano para su semejante. Son espejos al alma. Una calle no conoce a un hombre hasta que éste la vive, hasta que éste la camina y ella le siente. Por ello, cada paso es diferente y las calles debemos conocer bien los pasos.
Uno de mis pasos favoritos son los que tienen colores de primavera. Una mezcla entre amarillo, verde, azul y rosa pero en tonalidades suaves. Siempre son sorprendentes pero todos tienen algo parecido. Una misma esencia que hace que me recuerden al sabor de los paraguayos en una mañana de julio. Son pasos sencillos, sin mucha ornamentación pero profundos e intensos. No son pasos que se llevan a la ligera, pero tampoco son complicados de caminar. Cuando los caminantes de estos pasos me pasean, es como si fueran una delicada mariposa. Una mariposa a la cual casi puedo rozar sus alas frágiles y cristalinas. Otras veces, me recuerdan a un gorrión a punto de echarse a volar, justo cuando está extendiendo sus alas.
También me gustan los pasos con sabor a otoño. En ellos, puedo sentir el viento en todo su esplendor, las gotas que caen en una tarde de lluvia y el color de sus nubes grisáceas. Pero también puedo sentir en ellos la calidez del hogar, el olor de las páginas de un libro y los colores rojizos de las hojas que me tapizan en los meses de septiembre. Son pasos tranquilos, reflexivos y lentos. Unos pasos que observan el mundo, que se deleitan con él y que lo estudian. No son pasos tristes pero su felicidad no es explosiva, como en otros. Es una felicidad que se desgrana lentamente, despacio, tomándose su tiempo. Estos pasos, me recuerdan con frecuencia a una sonrisa cansada al terminar el día, al sonido de una pluma al rasgar el papel y al olor de las castañas asándose en el fuego. Me gustan esos pasos.
Por supuesto, no todos los pasos son agradables. También existen los pasos fríos. Esos que se caminan rápido, casi con enfado, con ganas de romper el suelo de rabia. Esos pasos que me duelen cuando me cruzan, que hacen que no quiera volver a sentirlos jamás. Esos pasos también existen.
Es sencillo identificarlos después de tantos años de práctica, es casi como si tuvieras una enciclopedia en la cabeza y no se necesita más que un roce para saber qué paso es. También es verdad que a veces es más complicado, principalmente porque siempre surgen pasos nuevos y distintos, y en esos casos tienes que estudiarlos bien para poder distinguirlos la próxima vez. Luego hay algunos que son una mezcla de varios pasos y pueden acabar siendo un auténtico quebradero de cabeza. Cada calle, como cada persona, tiene su propio método. Aunque todas nos basamos en unos mismos principios. No es que sean principios escritos de antemano, ni obligatorios de seguir, simplemente los usamos por… puro instinto.
Mi método no es que sea especial pero es efectivo y al fin y al cabo, es lo que buscamos. Una forma rápida y segura de saber quién te pasea y cómo lo hace.
Mi primer paso es siempre el mismo, escuchar sus pisadas. Porque sí, cada pisada, casa paso, tiene un sonido característico. Algunos tienen una voz más dulce, más aguda; otros, la tienen muy calmada, pero muy agradable; algunos, parece que estén gritando de alegría y otros, otros parecen estar chillando de auténtica furia. Dependiendo de su voz, voy orientando mi estudio en una dirección o en otra, pero sin dejar de valorar las demás, ya que nunca se sabe. El siguiente paso de mi investigación viene a ser su forma de pisar. Este paso es clave y suele ser definitivo a la hora de decidir qué tipo de paso es el que estamos evaluando. Depende de su forma de apoyar el pie, la intensidad con la que lo hace, ¡el carácter con el que lo hace! Y ante todo, la forma en la que durante unos segundos deja de pisarme. Normalmente, es difícil que algún paso no salga identificado del segundo paso pero si se da el caso, aún tenemos una tercera opción. Identificar el color del paso. Cada pisada tiene un color (o unos colores) especiales, que la caracterizan y hacen que pertenezca a un grupo u otro. No es lo mismo una pisada lenta, dulce, suave, como la miel que cae desde la cuchara hasta la tostada, como la luz que se cuela entre las cortinas y te despierta con una suave caricia… Que una pisada rápida, sonriente, casi salvaje. Como una melena de bucles castaños ondeada por el viento en plena tormenta, como los helechos que crecen en los jardines deshabitados y un riachuelo de las montañas, que baja riendo con velocidad. No es lo mismo, ¿verdad?

N.2. Los zapatos.
¿Cuántas veces te has preguntado cómo se sienten tus zapatos? Déjame adivinar… tantas como te has preguntado cómo se debe sentir una calle cuando la pisas. Los zapatos son un elemento importante para que una calle como yo pueda conocerte bien. No es por su color, por su forma, por su material, estilo o coste, es algo mucho menos banal y material. Se trata del carácter de ese zapato y el carácter que va tomando a medida que los usas.
Un zapato tiene su propia personalidad, por supuesto. Pero una vez que son usados por su dueño, éstos comienzan a cambiar. No del todo, no creas que puedes usurpar su capacidad de pensar y sentir, que puedes borrarlo a él y convertirlo en ti. Puedes transferirle parte de tu alma, de tu ser, puedes entremezclarte con él pero jamás conseguirás que tus zapatos sean tú.
A lo largo de toda mi vida he conocido a muchos zapatos. Algunos eran rojos, otros alargados, otros estaban muy en forma y a otros les gustaba más pasear con calma.  He conocido a zapatos viejos, jóvenes, vitales y medio muertos, pero nunca olvidaré esos zapatos.
Hubo unos zapatos a los que no pude evitar cogerles especial cariño. Fueron unos zapatos que llegados un momento desaparecieron pero su esencia apareció en otros. Y luego en otros, y en otros… Es cierto que a medida que iba pasando el tiempo iba viendo menos a la esencia de mis zapatos favoritos. Que llegado un momento lo veía alguna semana de verano, en los cumpleaños, en Navidad… Alguna vez venía de visita y cuando lo sentía andando por mis baldosas, por mucho que hubiera crecido y cambiado, siempre sentía cómo mi callejero corazón bombeaba con más fuerza.
En el fondo, había visto crecer a esos zapatos. Aunque empezaron siendo marrones, luego pasaron a ser rojos y durante una etapa cada día eran un par distinto. Aunque cambiaran de aspecto, siempre serían mis zapatos favoritos. Me gustaba cómo hablaban. Y amaba, amaba con un cariño fraternal que pocas veces desarrollaba, a aquel que los llevaba.

N.3. La vida.
Es difícil vivir siendo una calle. No por estar en un mismo sitio siempre, ni porque te pisen o por vivir mucho más que otros. Es duro ser una calle porque nadie jamás se para a pensar en ti, porque todos saben que existes pero nadie lo sabe realmente, porque por mucho que tú sientas tanto como ellos sus desgracias, sus emociones… Nunca lo van a saber. Es duro ser una calle. Duro en el sentido de que eres insignificante para los que te rodean, que nadie llega ni a imaginarse el daño que me pueden llegar a provocarme al no existir para ellos tal y como ellos existen para mí.
Nunca he llegado a aceptar del todo esta situación, la verdad, pero poco a poco he ido aprendiendo a acostumbrarme y a vivir con ella. Me duele cuando es obvia o cuando me empiezo a hacer preguntas existenciales como “¿Seré recordada por alguien? ¿Merecerá la pena vivir con la condición de ser anónima? ¿Realmente quiero que esto ocurra?”. Pero, tras unos cuantos golpes y decepciones, empecé a intentar ver el mundo desde la perspectiva que parecía hecha para mí. Dejando de lado mis aspiraciones a sentirme importante para alguien, de existir como un ser y no como una cosa. De que alguien me salude por las mañanas, que se percate de mí. No vivo mal, no te confundas, soy feliz. Vivo intensamente cada minuto, cada segundo.  Los vivo a flor de piel, de una forma mucho más profunda que cualquiera de vosotros. Vivo con ansia, con furia, con amor y odio a la vez y por mucho que puedan decir, no vivo por vosotros. No soy vivida por alguien, vivo por mí misma. No soy quien me desgasta las aceras, soy quien decido que sus pisadas son suficientemente importantes como para desgastarlas. Me pisarán cientos, me pisarán miles de personas… pero solo unos pocos, una ínfima cantidad de personas, serán reales para mí.
Nací adulta, madura, ya construida. Nací para cumplir una función, un trabajo, sin que nadie se planteara la idea de darme un periodo de aprendizaje. No aprender a realizar mi labor como calle, una labor que corría entre mis piedras… No. Aprender a sentir, a crecer, a asumir lo que ocurría en mí. Un periodo en el que conocerme a mí misma, sin tener que improvisar sobre la marcha. En el que poder enseñarme a sobrevivir. Pero nadie me dio ese tiempo y viví durante muchísimo tiempo tejiendo un camino a ciegas.
A día de hoy, no preciso de ese periodo. Nací adulta y maduré vieja, vieja y joven, al mismo tiempo. Aprendí a vivir con rapidez, con fervor, con pasión y a hacerlo de forma lenta, delicada, elegante, y cuando era capaz de dominar ambas… empecé a vivir de forma pasional, pero sabia a su vez. Sabiendo que por mucho que me pesara, por mucho que me doliera, nadie sabría nunca de mí y endureciéndome e impidiendo que ello me afectara demasiado.
Viví días muy oscuros en su tiempo. Periodos que no quiero recordar y aunque me niegue a hacerlo, siguen taladrando de vez en cuando mis entrañas. Periodos que me duelen, pero que son los que hacen que el día de hoy por fin asuma mi verdad.
Soy una calle. Una calle pequeña, bonita pero no hermosa. Una calle típica de barrio, con sus casas, sus árboles, sus bancos y sus gentes. Insignificante si yo realmente quiero verme así, pero grandiosa, si por el contrario, decido ser así.
 Porque soy una calle, sí, pero ante todo… Ante todo soy.



miércoles, 27 de mayo de 2015

¿Qué nos hace ser nosotros mismos?



¿Qué nos hace ser nosotros mismos?


Es complicado asumir que no somos lo que queremos, que cuando nos miramos al espejo no vemos a la persona que nos gustaría ver, que nos gustaría ser. Por eso mismo, muchas veces preferimos no ver. Correr un tupido velo y coexistir con esa verdad. Una verdad que, aunque ignoremos, sabemos que existe y nos hace daño. No el hecho de que exista la verdad en sí, no nos equivoquemos... El hecho de que no dejemos que exista en nuestras vidas (o que lo intentemos al menos), eso lo que realmente nos hace daño. 
Es importante amarse. Complicado también, pero importante. Claro está que para hacerlo, primero hay que pasar por la aceptación. Tenemos que mirar ese espejo, vernos reflejados y asumir quiénes somos. Asumir que igual no somos las personas que deseábamos ser, que no tenemos todo lo que queríamos tener y que no hemos logrado todo aquello con lo que contábamos lograr. Pero también, para amarnos, hay que vernos en ese espejo y darnos cuenta de lo que tenemos, de lo que hemos logrado y de en quién nos hemos convertido. Es cierto que igual no somos la persona que deseábamos ser, pero eso no quiere decir que la persona que somos es alguien peor. Sólo somos alguien distinto. 
Sin embargo, aunque nos queramos tal y como somos, aunque nos guste nuestra forma de ser... También está bien tener un referente. Un referente en cuanto a qué tipo de persona queremos ser, pero no para ser una copia de esa persona, no me malinterpretéis. Para esforzarnos por ser mejores, para tener una meta, un objetivo. Para que, en el camino de ser mejores, conformemos, acabemos la persona que somos. O la persona que hemos ido construyendo.
Pero... ¿Qué nos hace ser nosotros mismos? ¿Somos lo que somos por lo que tenemos? ¿Por lo que hemos vivido? ¿Por nuestros gustos? ¿Por nuestras amistades, familia...? Porque, al fin y al cabo, ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién eres tú y quién soy yo? 
No es una pregunta fácil, para responder al momento. De hecho, es raro tener claro la respuesta y es muy común estar buscándola durante muchísimo tiempo. Incluso sin saber que lo haces. Como cualquier adolescente, es una pregunta que me he hecho muchas veces. ¿Quién soy? ¿Merezco la pena? ¿Cuál es mi sitio? 
Somos el conjunto de millones pequeños trocitos de diferentes personas, objetos, experiencias... Y al mismo tiempo, nosotros mismos forjamos nuestra personalidad con nuestras elecciones, acciones, pensamientos y decisiones. Que es cierto que pueden estar influenciadas por otras personas o momentos, pero que, ante todo, somos nosotros los que tenemos la independencia y capacidad de decidir, hacer, pensar y actuar.
Así pues, os invito a reflexionar sobre esta misma pregunta y compartir vuestra respuesta...
¿Qué nos hace ser nosotros mismos? 

sábado, 7 de marzo de 2015

Me duele



Me duele. No es físico, o quizá lo es… pero no lo siento así. Creo, o creía, que era mental, que pertenecía a mí y no a mi cuerpo. Sigo creyéndolo, aunque a veces sea complicado. Hay veces que duele demasiado como para que no sea físico. Como si mi cuerpo empezara a vivir el dolor de mis sentimientos. A veces… simplemente no pienso. 
Creo que es cuando más me duele. Al pensar, por mucho que sean cosas absurdas, banales, sin importancia… siempre desembocan en lo mismo. Tú sabes en qué desembocan y sabes que no puedo vivir así. Incluso cuando escribo, dando rienda suelta a mi imaginación, florecen en cualquier sílaba del relato. En cualquier rincón oscuro, silencioso… pero están. Se hacen latentes en mis palabras y me apuñalan. Lenta, lenta y piadosamente. Quizá porque a ellos también les duele, o quizá porque les doy pena a mis propios sentimientos.
 Me duele la vida. Aunque lo correcto sería decir que me duele mi vida, maltrecha, deshilachada… torturada pero sin usar. No tengo la peor vida de todas, de hecho, muchos dirían que no debería quejarme. ¡Hay que ser fuerte! ¡No te compadezcas! Y tienen razón, hay que ser fuerte y no quejarse de tus desgracias minúsculas. No hay que ceder ante la vida, no. 
Es fácil hablar. Es muy fácil hablar. Reproduces palabras para hinchar corazones, alzarlos y demostrar tu valentía. Creyendo firmemente que esa sería tu posición en mi lugar. No lo sabes y yo tampoco. Nadie conoce esa realidad paralela porque, como bien he dicho, es paralela. 
Hay que tener tiempo para romperse. Pero no a lo grande, con una explosión… no, primero hay que aprender a romperse poquito. Una grieta allí, un arañazo allá… cosas sin importancia, vaya. Luego empiezan a crecer, pero has tenido ese tiempo. Ese tiempo para llorar por algo pequeño, para sufrir y lamentarte por tu arañazo. Y para hacerte fuerte gracias a él. 
Pero… ¿Y si no tienes ese tiempo? ¿Y si no puedes ser frágil? Si en pleno proceso de construcción de tu fortaleza… ¡Zas! Tienes que parar y convertirte en aquello que ibas a ser. Saltarte todos los protocolos, pasos y momentos necesarios porque necesitas serlo ya. Ahora, en este instante. No hay tiempo para llorar por el rasguño porque viene la destrucción. 
¿Qué pasa entonces? ¿Mueres? ¿Caes, lloras, te rindes? ¿O quizá eres fuerte? Igual eres fuerte en ese instante. Igual, consigues crear una gran coraza de hierro indestructible, con poderes mágicos y todos. Una armadura que la destrucción no podrá romper. Te alzas valeroso, luchas contra ella… ¡Eres admirado por tu destreza, decisión y valentía! 
Pero… ¿Y qué pasa cuando la destrucción se va? Sí, cuando vuelven las grietas y los arañazos. Esos que dejaste apartados porque no tenías tiempo para aprender de ellos. ¿Sabes qué ocurre entonces? Es sencillo. 
Tu armadura no sirve para ellos. 
No eres fuerte, no eres valiente… Eres frágil por tu propia fortaleza, eres débil por tu propia lucha. No aprendiste de tus grietas, no te dejaron aprender de ellas. Y por eso, justamente por eso, hoy son ellas las que te matan. 

miércoles, 14 de enero de 2015

Clementina


¡Hola a todos!
Hoy vengo con un relato que hice para mis clases de teatro. La profesora nos pidió que escribiéramos un fragmento sobre cómo nuestro personaje se volvió loco para que podamos interpretarlo mejor. Aquí os lo dejo:

Clementina


Voy a contarte tu historia. La que puede que en su momento fuera mía pero que, desde hoy, pasa a ser tuya.
Tú… ¡Qué complicado es resumir toda una vida en unas líneas! ¿no crees? Pero todo consiste en intentarlo, me temo.
Te llamaste, y te llamas (a menos que te hayas muerto, cosa que espero que no hayas hecho. Porque, sin intención de ofender, pero estar muerto es bastante… ¿Malo? Bueno, malo, lo que se dice malo no es pero… Entiéndeme, morir no siempre es muy agradable. Aunque morir de viejo no está mal, pero, si me lo permites, tú eres bastante joven para morir de vieja así que… Si te has muerto, será desagradable siempre por el sencillo hecho de ser joven. Mi más sentido pésame) Clementina. Ese era tu nombre, algo feo para algunos, precioso para otros… Es cuestión de gustos.
Nunca llamaste mucho la atención, la verdad. Eras de esas personas que tienen cierto aire de estar en las nubes y la gente no solía acercarse mucho a ti, pero no era algo que te preocupara. De hecho, creo que nunca llegaste a considerarlo como algo malo. Creo, vamos… Porque tú eres tú y yo soy yo, y aunque yo antes era la que ahora eres tú, y tú antes eras la que ahora soy yo… No tengo porqué saber cada detalle de tu vida, al menos ahora que soy tu antigua tú y tú eres mi antigua yo.
Volviendo al tema principal, que es al que la gente vana siempre desea atender (¡necios!)… Tú empezaste la universidad y bla bla bla… (sí, pongo bla bla bla donde me apetece porque romper las reglas de lo teóricamente correcto es mi regla número uno). El caso es que, aunque te pasaron bastantes cosas, hiciste algo que cambió tu vida por completo. No sabría si decirte si fue a mejor o a peor, pero cambiar… Cambió seguro.
Verás, tu mente (¡tu privilegiada y maravillosa mente!) ideó la idea (valga la redundancia) que sacudiría los cimientos de esta mal estructurada sociedad. La idea que supondría un auténtico avance en todos los campos, que haría que llegáramos al estado de total certeza y sabiduría…
Tú inventaste Sinset, la respuesta para absolutamente todo.
Además, dejaste muy claro que eras la reencarnación de Napoleón y que les guiarías a todos a la auténtica paz.
El problema cuando eres una mente revolucionaria, una mente avanzada a tu siglo es que… Bueno, es que nadie te cree y… Te mandan a lugares extraños, como en el que estás tú ahora mismo. No sabría decirte si es un balneario o una especie de Spa de esos… Lo único que te puedo decir con certeza es que hay un montón de loco suelto.
Lo que oyes, está todo el servicio como una regadera (aunque, la verdad es que yo también me volvería loca si tuviera que servir a gente tan importante como Napoleón, o el inventor de la nueva medicina, o el creador del movimiento continuo, por ejemplo). Tú pensabas que eran normales hasta que les oíste hablar asegurando que ellas eran “cuerdas”. Quizá me equivoque y sea algo normal pero… ¿Quién en su sano juicio afirma ser una cuerda? Que yo acepto que cada uno puede ser lo que quiera, pero hablamos de cuerdas. Sí, de esos objetos largos que sirven para sujetar cosas. 

sábado, 10 de enero de 2015

Grises



Grises

Había mucha gente. Altos, bajos, grandes, pequeños… Grises. Ante todo, eran grises. Caminaba con ellos de día. Me movía con ellos, subía y bajaba con ellos, respiraba como ellos y hablaba como ellos, y seguramente, para otros, era gris como ellos.
Las mañanas empezaron a ser momentos para olvidar. No es que me hicieran daño, simplemente se habían convertido en un nudo en el pecho, en una opresión que me impedía respirar cuando las vivía y en un miedo profundo cuando no.
Volvía a casa con gente gris a mí alrededor pero, al mismo tiempo, sin nadie. Andaba rápido, como si llegara tarde pero sin hacerlo. Oía sus risas, sus voces, oía sus conversaciones. De hecho, me introducía en ellas sin que lo supieran; me imaginaba la situación, las voces, los colores y texturas. Se creaba en mi mente la imagen perfecta de lo sucedido, como si hubiera estado ahí, pero, por supuesto, sin estarlo.
A veces, unas veces que se volvieron cada vez más frecuentes, intentaba no oír nada. Aislarme para evitar el daño, aunque sin saber si este iba a ocurrir o no. Creaba en mi mente una imagen, la que yo quisiera. Podía ser realista o más fantástica, con personas que conocía o inventadas… Y yo era la protagonista de ella. Muchas de esas veces, acababa imaginando cómo sería mi vida en el futuro… o cómo me gustaría a mí que fuera.
Me imaginaba en la universidad, estudiando lo que me gustaba. Me imaginaba mayor, independiente, feliz… Con gente. Imaginaba amigos, personas, compañeros… Inventaba nuestras conversaciones, nuestros diálogos, las cosas que pasarían en cada momento. Creaba con detalle cada estancia de mi casa y de mí misma.
Cuando volvía a la realidad, ya estaba cerca de casa. En mi vida imaginaria, nunca imaginaba mi vida. No lo necesitaba.

Las tardes, por el contrario, no eran predecibles para mí. Predecibles en cuanto a mis sentimientos, claro, porque en cuanto a lo que hacía… Era algo que no solía cambiar mucho.
Algunas tardes eran cercanas a la felicidad. Escribía, hacía mis cosas, me sentía… ¿Bien? Se podía decir que sí. Lo cierto es que esos días conseguía no pensar y mi mente vagaba, relajada, por los pasillos de la blanca nada. Sin castigarse a sí misma, sin darle vueltas a la misma cuestión, sin hacer que mis sentimientos fluyan.
Esas tardes, eran mis tardes favoritas.
Otras veces no era tan afortunada. Nunca había sido una persona negativa, de hecho, en esa etapa de mi vida no es que lo fuera especialmente. En general, por supuesto. Porque en lo que respectaba a mi persona… Era lo más negativo que podía existir.
Me odiaba a ratos. Me veía enorme, ancha, grande… ¡Me veía horrible, monstruosa, espantosa! Me veía como se veían todas las adolescentes del mundo, vaya. Y cuando los complejos acallaban sus gritos, hablaban los demás.
Hablaban las dudas, aunque, en realidad, solo existía una. La mía.
Dudaba de mí misma, de mi capacidad, de mis sueños. Dudaba de ser capaz de superarlo, ¿lo haría? ¿realmente sería capaz de hacerlo? Dudaba de poder seguir adelante, pero también dudaba de poder acabar con todo. Dudaba de si era mi culpa o la de los demás. Dudaba de mí por encima de todas las cosas.
Los temores también hablaban. Tenía miedo a muchas cosas, a cosas que destruían, que mataban pero sin matar. Tenía miedo de cosas abstractas, que me rompían sin que las pudiera ver.
Temía al futuro, era quizá mi miedo más grande. El pasado me había hecho creer que nada podía ser peor que él, que todo lo que me esperara sería mejor. Me hizo subirme a las nubes y, aunque me avisaron, no baje lo suficientemente bajo y al llegar al presente, la caída fue tremendamente dolorosa. Temía que todo siguiera igual, a quedarme sola para siempre. Temía que jamás nadie me quisiera, que nadie quisiera ser mi amigo. Temía que, ese frío que sentía, esas tardes encerrada en casa, ya no por obligación, si no por no tener otra cosa que hacer. Que esos paseos solitarios y errantes, que esas mañanas de gente gris… Permanecieran siempre.
Temía también a no dar la talla, a tener grandes sueños y no llegar a cumplirlos. Cuando pensaba en esto, me sentía pequeña. Pequeña de verdad, pequeña y fría. Sentía la nada en mi interior, dando vueltas, recordándome mi anonimato, mi poca importancia.
¿Quién era yo entre tantos millones de personas? ¿Qué iba a tener yo que no tuvieran tantos otros?
Cuando la noche llegaba, todo se volvía grande. La sombra de los complejos, antes pequeña, antes cobarde… Salía de su escondite y se volvía alta y alargada. Se recortaba los bordes de forma tétrica para hacerse la terrible. También aparecían los miedos, pasando de ser escuálidos muchachos, a grandotes señorones y su voz, antes aguda y susurrante, se tornaba grave, haciendo temblar a los mares.
 Salían todos y gritaban, y gritaban cada vez más fuerte y el estruendo de los truenos, comparado con sus voces, parecía el chillido de un ratoncillo al lado del grito de un gigante.
Eran cuchilladas. Cuchilladas afiladas, largas, malvadas. Cuchilladas directas a mis órganos vitales, cuchilladas que, aunque intangibles, invisibles, dejaban más marca que cualquier otra. Las lágrimas se amontonaban en mis ojos hasta que conseguían rodar por mis mejillas. El frío me invadía y mi cuerpo, encogido, temblaba a su son. Me sentía pequeña, sin nadie que me cuidara. Me sentía sola y lo único que pedía era que, por favor, todo acabara cuanto antes… Pero sin que llegara el mañana.

Italo Calvino (Octavia y Moriana)

¡Hola!

Tras mucho (demasiado) tiempo sin dar señales de vida, os traigo dos relatos del autor Italo Calvino y mi opinión personal sobre ellos. Espero que hayáis pasado unas buenas vacaciones y hayáis empezado bien el año.

Octavia


Si queréis creerme, bien. Ahora os diré cómo es Octavia, ciudad telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas por cuerdas y cadenas y pasarelas. Uno camina por los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intervalos, o se aferra a las mallas de una red de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube, se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.

Esta es la base de la ciudad: una red que sirve para pasar y para sostener. Todo lo demás en vez de alzarse encima, cuelga hacia abajo: escalas de cuerda, hamacas, casas en forma de bolsa, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, asadores, cestos colgados de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas de luces, tiestos con plantas de follaje colgante.

Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite.



Moriana


Vadeado el río, traspuesto el paso, el hombre se encuentra de pronto frente a la ciudad de Moriana, con sus puertas de alabastro transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostienen los frontones con incrustaciones de mármol serpentín, sus villas todas de vidrio como acuarios donde nadan las sombras de las bailarinas de escamas plateadas bajo las arañas de luces en forma de medusa. Si no es su primer viaje, el hombre ya sabe que las ciudades como esta tienen un reverso: basta  recorrer un semicírculo y será visible la faz oculta de Moriana, una extensión de chapa oxidada, tela de saco, ejes erizados de clavos, caños negros de hollín, montones de latas, muros ciegos con inscripciones borrosas, chasis de sillas desfondadas, cuerdas que sólo sirven para colgarse de una viga podrida.

Parecería que la ciudad continuara de un lado a otro en una perspectiva que multiplicase su repertorio de imágenes: en realidad no tiene espesor, consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con una figura a un lado y otra al otro que no pueden despegarse ni mirarse.



Opiniones personales:


Octavia:

El autor capta inmediatamente la atención en la primera frase, utilizando un estilo informal, refiriéndose directamente al lector como si de una charla se tratara. Enseguida da paso a la descripción y esta es una parte que me ha llamado especialmente la atención. Consigue, en efecto, que sea un texto descriptivo en toda regla, sin puntos de vista del narrador, y sin intercalar sentimientos u otras emociones. Es un texto puramente descriptivo y sin embargo, ni peca de aburrido, ni de excesivamente decorado. El que el autor haya conseguido que lentamente, con cada palabra que leas, vayas haciendo un recorrido por Octavia, que tu mente pueda verla con total claridad y con todos los detalles, y no resulte pesado ni te llegue a parecer, como lector, que se ha llegado a sobrepasar con los detalles, es fantástico.

Me ha gustado muchísimo este relato en especial. Ha sido de los dos el que más me ha llamado la atención y en el que mejor me he podido introducir. Además, es curioso que justo antes de abrirlo por primera vez (hace tiempo, ya), estaba pensando en repetir el ejercicio de describir una ciudad, solamente que esta vez quería que fuera una especie de urbe boca abajo, en la cual todo estuviera al revés y quizá encontré cierta semejanza entre mi idea y Octavia.
También hay que hacer una mención especial a la forma del autor que ha tenido de rematar el texto, con las frases “Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite” que le dan el humor típico del autor.

Moriana:

 Este segundo texto, al igual que el primero, es puramente descriptivo también. Describe con todo detalle ambas partes de la ciudad (que parecían dos Morianas diferentes), desde el brillo y la pureza de la parte “alta”, hasta la parte sucia, desgastada, la parte ¿real? de la otra  Moriana. Sin duda, hay un cambio muy… Brusco no es la palabra, ¿quizá contundente? Es un cambio que no deja indiferente y hace reflexionar al lector sobre las ciudades que él ha visitado o en la cual vive. Quizá no sea tan exagerado como en el caso de Moriana pero… ¿Acaso no pasa lo mismo en todas las ciudades? Sin duda, el contraste es un buen punto a favor del autor.
Aunque el texto tiene una riqueza narrativa y descriptiva que deleita a cualquiera… Me ha faltado algo. No sabría explicar el qué, quizá se me ha hecho muy corto o esperaba algo más pero me ha resultado predecible. Al acabar de leer, seguía esperando que el autor añadiera algo que me sorprendiera, que hiciera que me entraran ganas de descubrir Moriana más a fondo. Eso sí, esto es puramente mi opinión, así que, igual que a mí me falta ese punto, otro puede encontrar detalles en el texto que se me escapan.
No obstante, he disfrutado mucho de la lectura también. Aunque sea absolutamente descripción, el autor consigue transmitir sensaciones a través del texto; la belleza, fragilidad, la excesiva perfección de la Moriana pura y la crudeza, la tristeza, y nostalgia que cubría a la Moriana real.

En definitiva, dos textos fantásticos y un autor maravilloso también.

Recomiendo plenamente la lectura de Italo Calvino, yo me encuentro leyendo obras suyas ahora mismo.

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